Grafton, de pueblo tranquilo a feral

Cuando un grupo de libertarios se propuso abolir su gobierno local, desataron el caos permitiendo a los osos hacer su entrada.

En sus campañas de educación pública, el Servicio de Parques Nacionales de Estados Unidos (NPS, por sus siglas en inglés) remarca una diferencia importante: si estás siendo atacado por un oso pardo o gris, SÍ, HAZTE EL MUERTO. Estira tus brazos y piernas y aférrate lo más firme que puedas al suelo, boca abajo; después de algunos intentos por voltearte (nadie dijo que sería fácil) el oso, lo más probable, se irá. Por el contrario, si te ataca un oso negro, NO TE HAGAS EL MUERTO. Lo que debes hacer es huir o, en caso de no poder hacerlo, luchar contra él, contra sus garras curvas y sus mandíbulas de 700 psi de presión y todo lo demás.

Pero no te preocupes, por lo general esto nunca ocurre. Como lo señaló un anuncio del servicio de parque este verano, los osos <<prefieren ser dejados en paz. ¿No lo queremos todos?>>. En otras palabras, si te encuentras con un oso negro, aparenta ser grande, retrocede lentamente y confía en su libertario interior. A menos que el oso en cuestión proceda de ciertas zonas salvajes del oeste de New Hampshire, pues, como lo sugiere el nuevo libro de Matthew Hongoltz-Hetling, el desafortunado animal podría tener una disposición mucho más agresiva y relacionar el libertarismo más con un sabor de la cocina humana, que otra cosa.

Hongoltz-Hetling es un consumado periodista de Vermont nominado al Pulitzer y ganador del premio George Polk. En su libro A Libertarian Walks Into a Bear: The Utopian Plot to Liberate an American Town (and Some Bears) recorre las zonas rurales de New England mientras reconstruye un episodio extraordinario y excepcionalmente extraño de su historia reciente. Se trata del Free Town Project (Proyecto de Ciudad Libre), una aventura donde un grupo de activistas libertarios intentaron apoderarse del  pequeño pueblo de Grafton, New Hampshire, y transformarlo en un refugio para sus ideales libertarios – en parte experimento social, en parte faro para los fieles: donde la Quebrada de Galt se encuentra con la Nueva Jerusalén. Todos ellos se habían conocido mayoritariamente a través de internet, posteando manifiestos y participando de ensoñaciones utópicas en foros en línea. Si bien sus plataformas y problemas eran inevitablemente idiosincráticas, los unían ciertas creencias: que la libertad radical de los mercados y el mercado de las ideas eran un bien puro; que el “estatismo” en forma de interferencia gubernamental (impuestos, especialmente) era irremediablemente malo. Creían que al no tener obstáculos los individuos libres prosperarían y se autoregularían gracias a la fuerza pura de la <<lógica>>, la <<razón>> y la eficiencia. Para inspirarse recurrieron a precedentes de la ficción (Ayn Rand ocupaba un lugar especial) y de la vida real, sobre todo una serie de proyectos de micro-naciones llevados a cabo en el Pacífico y el Caribe durante las décadas de 1970 y 1980.

Ninguna de estas micro-naciones, hay que decirlo, tuvieron éxito, y lo de New Hampshire tampoco presagia nada bueno, en especial cuando los humanos entran en conflicto con una nueva y descarada población de osos que <<trabajan por crear su propia utopía>>, sin importarles los límites de la propiedad y la lógica del mercado. La narrativa resulta ser a la vez hilarante, mordaz y profundamente inquietante. Sigmund Freud describió el valor de la civilización – con todos <<sus malestares>> – como consecuencia del compromiso, lo mejor que puede esperarse de la mitigación de la vulnerabilidad humana ante la <<naturaleza indiferente>>, por un lado, y de nuestra vulnerabilidad mutua, por el otro. Hongoltz-Hetling toma este microcosmos y presenta un caso de estudio sobre cómo una política que fetichiza la búsqueda de la felicidad individual y económica es en realidad una receta para el empobrecimiento y la vulnerabilidad sobrealimentada en ambos frentes a la vez. En un Estados Unidos asolado por el virus, el creciente cambio climático, el saqueo despiadado de las empresas y la desregulación gubernamental, las lecciones de un pequeño pueblo de New Hampshire son realmente crudas.

<<En un país conocido por tener Estados quisquillosos y con rasgos independentistas>>, observa Hongoltz-Hetling, <<New Hampshire destaca entre todos ellos>>. Al fin y al cabo, es el Estado del Vive libre o Muere – como lo indica su lema –, que no grava ningún impuesto sobre la renta o las ventas, y que presume, entre otras cosas, de tener la mayor tasa per cápita de posesión de ametralladoras. Para el caso de Grafton, la historia del Vive libre, por así decirlo, tiene raíces profundas. Ya en la era colonial sus pobladores ignoraron <<siglos de leyes tradicionales Abenaki al comprarle tierras al padre fundador John Hancock y otros especuladores>>. Posterior a aquello, huyeron de las fuerzas monárquicas del orden y vinieron a recolectar madera para el rey, descubriendo prontamente su afán más longevo: la eliminación de los impuestos. Ya en 1777, los ciudadanos de Grafton pedían a su gobierno que les perdonara los impuestos, pero ante la negativa de este, simplemente dejaron de pagarlos.

Casi dos siglos y medio después, Grafton se ha convertido en algo así como un imán para buscadores y gente peculiar: desde adherentes a la Iglesia de la Unificación del Reverendo Sun Myung Moon hasta hippies reventados y otros. Un personaje relevante dentro de esta historia es John Babiarz, diseñador de software con una risa como la de Krusty el payaso, quien en los años noventa se marchó de Connecticut por considerarla simpatizante del gran gobierno  y buscó establecerse en New Hampshire junto a su esposa Rosalie, también amante de la libertad. Al entrar en un mundo salvaje que, escribe Hongoltz-Hetling, era  << como haber atravesado un túnel del tiempo hasta los días revolucionarios de New Hampshire, cuando la libertad pesaba más que la lealtad y los árboles superaban a los impuestos>>, el matrimonio construyó una nueva vida donde, eventualmente, John encabezaría el departamento de bomberos voluntarios de Grafton – a la que describe como una empresa de <<ayuda mutua>> – y se postularía para gobernador por la lista de candidatos libertarios.

Si bien la apuesta de John al cargo no prosperó, sus ambiciones permanecieron intactas y en 2004 él y Rosalie se contactaron con un pequeño grupo de activistas libertarios. ¿No podría ser Grafton, con sus escasas leyes de urbanismo y bajos niveles de participación cívica, el lugar perfecto para crear intencionalmente una comunidad sostenida en los principios de la Lógica y el Libre Mercado? Después de todo, en una ciudad con menos de 800 votantes registrados y abundantes propiedades a la venta, no sería difícil que un grupo de foráneos comprometidos sentara sus bases y con el tiempo ganase dominio en la gobernanza municipal. Y así fue como el Free Town Project comenzó. Los libertarios esperaban ser recibidos como libertadores, pero desde la primera asamblea se enfrentaron a la inconveniente realidad de que muchos ciudadanos de Grafton, supuestos amantes de la libertad, los vieron en un principio como extraños y, solo con el tiempo, como compatriotas – aunque no del todo. Las tensiones se recrudecieron cuando una pequeña búsqueda en Google reveló lo que significaba “libertad” para algunos de los nuevos colonos. Uno de los cabecillas del plan, un tal Larry Pendarvis, había dejado por escrito su intención de crear un espacio que honrara la libertad de <<traficar con órganos, el derecho a batirse en duelos, y el infravalorado derecho divino de organizar peleas entre vagabundos>>. Pendarvis también ha lamentado la persecución al <<crimen sin víctimas>>, vale decir: <<canibalismo consensuado>>. (<<La Lógica es una cosa extraña>>, observa Hongoltz-Hetling).

Si bien Pendarvis tuvo que trasladar su empresa de novias filipinas por correspondencia y sus sueños de conquistas municipales a otra parte (Texas), sus camaradas del Free Town Project no se dejaron amedrentar. A poco andar se convencieron que a pesar de las pruebas y reacciones contra Pendarvis, el proyecto contaba con el apoyo de una mayoría silenciosa de pobladores amantes de la libertad. ¿Cómo no podía ser así? Después de todo, era la Libertad. Y así, siguieron llegando más libertarios, incluso cuando el mismísimo Babiarz no demoró mucho en lamentar que <<los libertarios estaban operando bajo las reglas de los vampiros: la invitación a entrar, una vez ofrecida, no podía rescindirse>>. El número exacto es difícil de precisar, pero al final la población de poco más de 1.100 personas  aumentó en 200 nuevos residentes: mayoritariamente varones con opiniones muy fuertes y abundantes armas.

Hongoltz-Hetling retrata a muchos de los recién llegados como personajes bastante extravagantes, aunque reales. Quienes se unieron al Free Town Project en los primeros cinco años son descritos como <<átomos desestabilizadores>>: individuos con << o mucho dinero o muy poco>>, con capital para gastar o nada que perder. Es el caso de John Connell, de Massachusetts, quien llegó encomendado por Dios, liquidó sus ahorros y compró la Grafton Center Meetinghouse, histórica capilla y centro comunitario, y la transformó en el <<Peaceful Assembly Church>>,  un proyecto que mezclaba arte popular chabacano, extraños panegíricos de su nuevo pastor (el mismo Connell) y una cruzada quijotesca por alcanzar la exención de impuestos al mismo tiempo que se rehusaba a reconocerle legitimidad al IRS para otorgarla. También está Adam Franz, un autodenominado anticapitalista que instaló una comunidad de carpas << planificada para los preparacionistas>>, a pesar de que ninguno de sus adherentes tenía alguna habilidad en supervivencia. Está Richard Angell, un activista contra la circuncisión conocido como <<Dick Angel>>. Y otros más. Tal como aclara Hongoltz-Hetling, el libertarismo puede, qué duda cabe, tener una composición bastante amplia, en especial cuando la escena es un nuevo paisaje de amantes de la libertad construyendo <<hogares a partir de yurtas y casas rodantes, remolques y carpas, domos geodésicos y contenedores de embarques>>.

Si la visión libertaria de la Libertad puede tomar tantas formas y tamaños, una cosa es fundamental: los <<entrometidos>> y <<estatistas>> están prohibidos. Fue así como los Free Towners (Ciudadanos Libres) dedicaron años en llevar a cabo un agresivo programa de apropiación, primero, y deslegitimación gubernamental, después. Su apetito por litigar solo se compara a su entusiasmo por recortar los servicios públicos. Recortaron en un 30% el ya escaso presupuesto anual de 1 millón de dólares, obligaron a la ciudad a enfrentarse en un proceso judicial tras otro y escenificaron absurdos y desagradables encuentros con el alguacil para acumular visitas en Youtube. Grafton, que ya era un pueblo pobre desde el comienzo, con los ingresos fiscales disminuyendo a medida que su población crecía, solo vio empeorar el escenario. Los baches en las calles se multiplicaron, las disputas domesticas proliferaron, los delitos violentos se dispararon y los trabajadores municipales comenzaron a quedarse sin calefacción. <<A pesar de muchos esfuerzos prometedores>>, señala Hongoltz-Hetling tajantemente, << no logró emerger un robusto sector privado de tipo randiano que sustituyese los servicios públicos>>. Por el contrario, Grafton, <<un paraíso para gente miserable>>, pasó a ser un pueblo <<feral>>. Que entren los osos a escena.

Los osos negros, hay que resaltarlo, resultan ser, por lo general, muy tranquilos en manada. Los bosques de Norte América son el hogar de casi tres cuartos de millón de osos negros, y en promedio hay al menos un muerto por ataque de oso negro al año, a pesar que el contacto entre humanos y osos ha aumentado producto de la expansión de los suburbios y los senderos para caminatas. Sin embargo, al buscar titulares de noticias sobre encuentros entre humanos y osos en New England cuando fue periodista regional en los años 2000, Hongoltz-Hetling notó algo inquietante: los osos negros de Grafton no eran como otros. Particularmente atrevidos, comenzaron a merodear por los patios y jardines a plena luz del día. Si bien la mayoría de los osos evita los ruidos fuertes, estos ignoraron los esfuerzos de los habitantes por ahuyentarlos. Los pollos y las ovejas comenzaron a desaparecer en cantidades alarmantes. También las mascotas. Un residente jugaba en su jardín con sus gatos cuando un oso salió del bosque, agarró a dos y los devoró. Al poco tiempo los osos merodeaban en los pórticos e intentaban ingresar a los hogares.

Al recurrir a la ironía y a datos científicos, el retrato que hace Hongoltz-Hetling de los osos pasa de ser cómico – si acaso premonitorio – a francamente terrorífico. Estos son animales que pueden oler comida a distancias siete veces mayores que un sabueso entrenado, que pueden voltear una roca de 136 kg como si nada y pueden, cuando es necesario, alcanzar velocidades de más de 40 km/h, similar a un venado. Cuando finalmente los osos comienzan a atacar a personas –a dos mujeres en sus hogares –, la narración se vuelve escalofriante. <<Si los miras a los ojos te das cuenta que son completamente ajenos a nosotros>>, le contó una sobreviviente.

¿Qué pasaba con los osos de Grafton? Hongoltz-Hetling analiza la pregunta en profundidad, probando numerosas hipótesis de por qué se volvieron tan inusualmente agresivos, indiferentes, inteligentes y desafiantes. ¿Es la falta de zonificación, el adentrarse en su hábitat y la negativa de los habitantes a pagar por, y mucho menos a exigir, basureros a prueba de osos? ¿Podrían estar enajenados de algún modo, quizás incluso desinhibidos y envalentonados por alguna infección de toxoplasmosis contraída por comer basura y desperdicios de mascotas desde los contenedores de basura? Quizá no haya una respuesta definitiva a estas preguntas, pero una cosa sí es clara: el experimento social libertario puesto en marcha en Grafton fue extraordinariamente incapaz de lidiar con el problema. <<Los Free Towners entendieron que las situaciones que habían sido tan fáciles de resolver en un medio abstracto como los foros en línea, eran difíciles de resolver en persona>>.

Pero además de lidiar con el problema de los osos, debieron enfrentar los argumentos de algunos libertarios que cuestionaron si es que debían hacer algo – especialmente porque algunos residentes se acostumbraron a alimentarlos porque sencillamente querían hacerlo. Una señora, que prefirió ser llamada <<La señora de la rosquilla>>, le reveló a Hongoltz-Hetling que los recibía con banquetes de cereales cubiertos con rosquillas azucaradas. Si esos mismos osos se aparecían en los jardines de otras personas esperando un banquete, ya no era su problema. Los osos, por su parte, debieron entender los mensajes confusos de los humanos que les arrojaban fuegos artificiales y pastelillos. Esas son las paradojas de la Libertad. Hay quienes <<no comprenden la responsabilidad que conlleva ser libertario>>, le dijo Rosalie Babiarz a Hongoltz-Hetling; lo que sin duda es una manera de analizar el problema.

Presionados por los osos desde el exterior y la aniquilación mutua desde el interior, el Free Town Project comenzó a desmoronarse. Atrapados en <<batallas campales por ver quien estaba viviendo en libertad, pero en el buen sentido>>, los libertarios cayeron en acusaciones mutuas de estatismo, dejando que los individuos o grupos lo resolvieran de la mejor (o peor) manera en que podían. Algunos continuaron alimentando a los osos, otros construyeron trampas, otros se refugiaron en sus casas, y otros deambulaban por doquier portando armas de grueso calibre. Después de un ataque particularmente brutal se conformó una patrulla clandestina que disparó a más de una docena de osos en sus cuevas. Todo este esfuerzo, ilegal, por lo demás, apenas causó una merma en la población: al poco tiempo los osos estaban de vuelta al ataque.

En tanto, los sueños de muchos libertarios llegaban a su fin, algunos de formas dramáticas y otros apaciblemente. Una empresa de desarrollo inmobiliario conocida como Grafton Gulch, en homenaje al enclave disidente de la novela La rebelión de Atlas, de Ayn Rand, se vino a pique. Tras no poder concretar un último esfuerzo por asegurar la exención tributaria, Connell, ya arruinado financieramente, se vio incapacitado de mantener en funcionamiento la calefacción en la Meetinghouse y en medio de un brutal invierno se puso apocalíptico y murió en un incendio. Franz abandonó su comuna de preparacionistas, la que al poco tiempo se amuralló hasta parecer un recinto carcelario – así se disfruta más la libertad. Y John Babiarz, el otrora inaugurador del proyecto, se convirtió en el blanco de un escarnio implacable por parte de sus antiguos correligionarios de ideología, por no apreciar su negativa de permitirles disfrutar de atardeceres con fogatas inseguras altamente susceptibles de provocar incendios. Cuando otro emprendimiento de ingeniería social libertaria de alto reconocimiento, el Free State Project, recibió atención nacional al promover una afluencia masiva a toda New Hampshire – y no solo a Grafton – el destino del Free Town Project quedó sellado. Grafton pasó a ser <<solo otra ciudad en un Estado con muchas opciones>>, opciones que no tenían el mismo problema con los osos. 

O al menos no por el momento. A lo largo y ancho del Estado, una perversa sinergia entre los impulsos conservacionistas y de austeridad en la gobernanza de New Hampshire se ha traducido en un enfoque político del tipo <<gestión del oso>> que podría describirse adecuadamente como laissez-faire. Cuando los residentes de Grafton pidieron ayuda a los funcionarios de Pesca y Caza de New Hampshire, no recibieron más que recordatorios de que matar osos sin una licencia es ilegal, junto con muchos cuestionamientos que culpabilizaban a las víctimas. ¿No había estado cocinando un estofado la señora al momento de ser atacada por un oso? ¿No? Bueno, no importa. Incluso cuando el Estado intentó controlar la población de osos mediante la caza controlada, ya era demasiado tarde. Entre 1998 y 2013, el número de osos creció al doble en la región de manejo de vida silvestre que incluye a Grafton. <<Hay algo mal con los osos en New Hampshire: aprenda a lidiar con ellos>>, recomienda la campaña informativa estatal.

El problema con los osos, en otras palabras, es mucho más grande que un grupo de libertarios chiflados que se niegan a asegurar su basura. Es un problema originado por años de negligencia y mala administración de los legisladores y, posiblemente, de la indiferencia de los contribuyentes de New Hampshire en general, que se han mostrado reacios a intensificar y asignar recursos al Departamento de Pesca y Caza, incluso cuando su fuente tradicional de financiación – permisos de caza – ha disminuido. Excepciones aparte, como la señora de las rosquillas, nadie quiere osos en sus patios traseros, pero aparentemente, nadie quiere tampoco invertir de forma sostenida en instituciones que se encarguen del poco agradable trabajo de mantenerlos fuera. Ya sea que esa indiferencia y complacencia se disfrace de retórica de prudencia fiscal, ecologismo a medias o responsabilidad individual, el resultado final es el mismo: los osos no solo no desaparecen, se multiplican.

El que los osos prosperasen parece estar relacionado también con los desastres creados por el hombre a escala nacional y global: patrones de construcción y uso de suelo no sustentable y crisis climática. En más de una oportunidad, Hongoltz-Hetling destaca que el aumento de la actividad de los osos desencadena, al parecer, sequías más frecuentes. Veranos más secos podrían bien estar dejando a los osos sin su tradicional fuente de alimentos que son las plantas y animales, así como inviernos más calurosos están interrumpiendo o incluso terminando con su capacidad de hibernar. Al mismo tiempo, la basura humana, repleta de ingredientes artificiales altos en calorías se amontona en los jardines ofreciendo tentadores bocadillos, incluso en pleno invierno – especialmente en lugares con planeamiento urbano y manejo de desperdicios tan caóticos como aquellos en Grafton, pero también en áreas donde la expansión suburbana se adentra más y más en el habitad de los animales salvajes.  El resultado podría ser un nuevo tipo de oso, uno que <<enfrentado a los peligros y las cargas calóricas facilitadas por los humanos está más privado de sueño, más ansioso, más desesperado y más inquieto que el oso normal>>. Siempre hambrientos por nuevas fronteras de autonomía personal y de emancipación del mercado, los seres humanos han alterado también el medioambiente con la insospechada consecuencia de empoderar a nuevos osos voraces.

No querer reconocer el fracaso institucional y las crecientes crisis no las hará desaparecer. Aún así, habrá quienes podrían cobijarse en la confianza de que las consecuencias de sus malas decisiones no siempre serán desagradables. Cuando los osos se aparecen en comunidades con altos ingresos como Hanover (hogar de la Universidad de Dartmouth), les crean cuentas parodias en Twitter y son rápidamente reubicados a zonas silvestres en el norte; localidades rurales más empobrecidas son dejadas a su suerte y se culpabiliza a los residentes por hacer lo que pueden. En otras palabras, <<la selección natural de los osos que intentan sobrevivir junto a los humanos modernos>> se desarrolla a la par con la competencia entre los seres humanos en medio de una estructura ineficiente y escasos recursos: una lucha con su propia dinámica social darwinista.

La diferencia entre un municipio de libertarios excéntricos y un Estado que responde a la crisis diciendo <<Aprenda a lidiar con ellos>>, bien puede tratarse más de un asunto de grados, que de tipo. Ya sea que se trate de un ataque de osos, parásitos de toxoplasmosis imperceptibles o un modo de vida en donde la libertad de los mercados finalmente triunfa sobre la  libertad individual, incluso los más engreído habitantes de Grafton deben, sin excusa alguna, enfrentar algo que está más allá y es más grande que ellos. En eso no están solos. Ciertamente, cuando se trata problemas específicos la respuesta debe ser colectiva, respaldada por el esfuerzo público y dominada por algo más que invocaciones demasiado prolijas sobre racionalidad del mercado y la maximización de la libertad individual. De no ser así, bueno, en ese caso debemos practicar un poco y aprender cuándo y cómo hacernos los muertos. Y esperar lo mejor.

Artículo escrito por Patrick Blanchfield para la revista The New Republic. Publicado el 13 de octubre de 2020 en https://newrepublic.com/article/159662/libertarian-walks-into-bear-book-review-free-town-project

Traducción: Francisco Larrabe (integrante Equipo Editorial – Revista Heterodoxia)

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