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Recuperar la política de la Libertad

En el 2011, en pleno gobierno de Barack Obama, el filósofo político Corey Robin (autor de La mente reaccionaria: el conservadurismo desde Edmund Burke hasta Donald Trump) escribió una columna para la revista progresista The Nation donde realizó una crítica a la izquierda norteamericana por abandonar el debate de las ideas y no disputarle al conservadurismo el carácter y sentido de, probablemente, la palabra más importante y decisiva de la modernidad: la libertad.

Robin en la columna advierte sobre las consecuencias que tiene para la izquierda el centrarse únicamente en ser una caja de políticas públicas carente de una narrativa que pueda re-apropiarse de los valores fundamentales de la política. El peligro es decisivo: una izquierda que termina hablando en el lenguaje del adversario.

La advertencia de Robin en aquella época sobre la incapacidad de una izquierda sin ideas de convencer en forma sustantiva a la población fue premonitoria. Luego de Obama vino el desastroso gobierno de Trump.

A pesar de que ese artículo tiene ya varios años y fue escrito para el contexto específico de EEUU, su advertencia es igualmente válida para parte importante de la izquierda chilena, y su propuesta estratégica (volver a disputar de frente los valores de la república y resignificar su sentido en clave democrática y socialista) adquiere para el presente que vivimos, un sentido de urgencia.

José Miguel Ahumada (Revista Heterodoxia)

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*Traducción: Rodrigo Córdova (Revista Heterodoxia)

Ya sea en los corredores del Capitolio o en las páginas del New York Times, a menudo los conservadores se quejan de haber sido exiliados del poder. Sin embargo, las ideas conservadoras han dominado la política estadounidense por treinta años. La pieza central de ese dominio es la noción de que el mercado equivale a la libertad y de que el gobierno es la amenaza para ella. A pesar de la Gran Recesión y la elección de Barack Obama, el candidato más progresista en ganar la presidencia desde 1964, la idea mantiene su influencia. El realineamiento ideológico que hemos estado esperando, en el cual aquella idea es repudiada, aún no ha llegado. 

Una explicación del actual dominio de esta idea es que, desde los años setenta, liberales e izquierdistas han identificado erróneamente lo que es la fuente del atractivo del conservadurismo. Confiados en que nadie que no fuera un millonario podría respaldar la ideología económica de la derecha, todos, desde los clintonistas centristas hasta los populistas radicales, han tratado al conservadurismo esencialmente como una política de la distracción y del engaño. Los conservadores, se dice, solo son buenos vendedores, envolviendo sus equivocadas ideas en el lindo papel de regalo de las guerras culturales. La manera de confrontarlos no sería desafiar sus ideas o defender las nuestras, sino usar un papel de regalo más reluciente.  

En lugar de confrontar el encanto del libre mercado tal y como es concebido por los conservadores, los liberales han intentado apoderarse del discurso de los valores tradicionales. Presentándose a sí mismos como los nuevos Victorianos, han proclamado: Defendemos la austeridad y la familia, a Dios y al país. Ponemos a trabajar a las personas en lugar de dejarlas vivir de la política social. No gastamos imprudentemente; reducimos el déficit. Brindamos seguridad: no solo la seguridad física de policías en la calle, poniendo ladrones tras las rejas y enviando tropas a Afganistán. Defendemos las responsabilidades por sobre los derechos, la seguridad por sobre la libertad, la restricción en lugar de la contracultura. 

Esta estrategia podría tener algo que ofrecer si funcionara, pero ese no es el caso. Cuando dominan las ideas de derecha, obtenemos políticas de derecha. Después de las elecciones de mitad de periodo en Noviembre de 2010, tanto para la derecha como para los medios, Obama y varios sectores del partido Demócrata, parecía la cosa más natural del mundo congelar el sueldo de los trabajadores federales y extender los recortes tributarios de Bush por otros dos años. Incoherente como política (la primera presupone que la mayor amenaza para la economía es el déficit; la segunda, la insuficiencia del gasto del consumidor), tiene sentido como ideología. La mejor (y única) cosa que el gobierno puede hacer por ti y la economía es apartarse de tú camino.

Hay una segunda razón por la cual las ideas conservadoras continúan dominando. Muchos liberales no han logrado superar la sensación de que, por mucho que cuestionen la buena fe del otro bando, carecen de los medios intelectuales para gestionar la economía. Los Cerebros de Confianza (Brain Trust) de Roosevelt tenían una autoestima nacida tanto de la muy extendida creencia de que la clase empresarial se había desacreditado a sí misma, como de la convicción de que poseían las respuestas, mientras que los hombres de negocios no. Esa voluntad de poder, arraigada en ideas sólidas y claras, es difícil de encontrar hoy en la izquierda. En lo que se refiere a la economía, muchos liberales, en el fondo de sus corazones, están de acuerdo con los conservadores: dejar que los hombres de dinero decidan.

Si es que fuera a producirse un verdadero realineamiento (no solo de partidos, sino de principios, no solo de preferencias de políticas o marcos cognitivos, sino de creencias e ideas profundas) debemos confrontar la filosofía política del conservadurismo. Esa filosofía refleja mucho más que una economía desencarnada o un estrecho auto-interés; se basa en (e impulsa, una) distintiva visión moral de la libertad, con profundas raíces en el pensamiento político estadounidense.   

Desde Emerson a Douglass hasta Reagan y Goldwater, libertad ha sido la palabra clave de la política estadounidense. Cada movimiento exitoso la ha reivindicado como propia: Abolicionismo, Feminismo, Derechos Civiles, el New Deal, etc. En base a una mezcla de diversos elementos (la afirmación y reinvención del yo, la ruptura de lazos y restricciones tradicionalistas, el derrocamiento de viejos órdenes y la creación de nuevas formas), la libertad presente en las venas estadounidenses combina lo que los teóricos políticos llaman libertad negativa (la ausencia de interferencia externa) y libertad positiva (la capacidad de actuar). Ahí donde los teóricos enfatizan estas distinciones como valores inconmensurables, los estadistas y activistas las unen en una visión de emancipación que identifica la libertad con el acto de eliminar barreras pasadas. 

El secreto del éxito del conservadurismo, como cualquier lectura de los escritos y discursos de Reagan atestiguará, ha sido ubicar esta noción de libertad en el mercado. La economía política conservadora concibe la libertad como algo más que un simple “no me pongas el pie encima”; celebra al emprendedor común, ese que erige su propio destino, imaginando un mundo y luego creándolo. Al hablar ante el Congreso en abril de 1981, Reagan vendió su paquete de recortes de impuestos y gastos con una frase de Carl Sandburg, aquella emblemática voz del Frente Popular: “No pasa nada a menos que primero sea un sueño”. El emprendedor es el vástago de la libertad, la reencarnación de Ben Franklin y Abe Lincoln; el Estado de Bienestar, por el contrario, es su enemigo más poderoso, el sucesor del Rey George y del esclavista.

Debemos encarar esta ideología de frente: no perdiendo el tiempo arguyendo sobre los riesgos o la inestabilidad del libre mercado o demostrando que éste (o sus administradores republicanos) no puede generar crecimiento, sino que movilizando el más potente recurso de la lengua vernácula estadounidense en su contra. Debemos desplegar el argumento de que el mercado es una fuente de coacción y el gobierno un instrumento de la libertad. Sin una mano gubernamental fuerte en la economía, hombres y mujeres están a merced de su empleador, quien no solo tiene el poder de determinar sus salarios, beneficios y horas, sino que también sus vidas y las de sus familiares, dentro y fuera del trabajo.

En otras palabras, debemos desplazar el argumento desde las abstracciones del libre mercado hacía el muy real poder del empresario. Más que plantear una amenaza impersonal para las deliberaciones de la política democrática (como quisiera la oposición progresista a la decisión de la Corte Suprema en favor de “Citizens United” o conforme a lo sugerido por liberales como Paul Krugman y Hendrik Hertzberg en torno al desmantelamiento sindical en Wisconsin), debemos enfatizar que el empresario impone restricciones concretas y personales a la libertad de los ciudadanos individuales. Lo que los conservadores temen por encima de todo, más que al aumento de impuestos o la disminución de los beneficios, es cualquier impugnación a ese poder, cualquier inversión de las obligaciones de deferencia y mando, a cualquier extensión de libertad que pueda acortar la suya propia. Franklin D. Roosevelt comprendió eso. En su discurso de aceptación de 1936 en la Convención Nacional Demócrata, fue lo suficientemente cuidadoso para no dirigirse simplemente a “los ricos”, sino que a los “monárquicos económicos”, hombres enseñoreados que toman “en sus propias manos un poder casi total sobre la propiedad de otras personas, el dinero de otras personas, el trabajo de otras personas, la vida de otras personas”.  

Montar este tipo de argumentación requiere algo más que un cambio estratégico de marcos discursivos; requiere una inmersión profunda en una de las principales fuentes del pensamiento político estadounidense: el lenguaje de oposición a la dominación y la autoridad personal. Los estadounidenses están manifiestamente desinteresados en nociones sistémicas de dominación, pero la lucha contra la esclavitud les ha dejado con una constante preocupación (y hostilidad visceral) hacia las formas individuales de dominación. Y eso es lo que, incontenido y sin trabas, augura el empresario: dominación personal.

También debemos cambiar los argumento sobre el gobierno. El gobierno no tiene por qué  ser una fuente de restricciones, como afirman los conservadores. Tampoco está diseñado para proteger a los ciudadanos de los caprichos del mercado, como afirman muchos liberales (una formulación que describe a los ciudadanos como necesitados y pasivos, y expone a los liberales a la acusación de paternalismo y condescendencia). Es solo en los momentos en que el gobierno se alinea con movimientos democráticos de base (tal como Walter Reuther y Matin Luther King Jr. lo entendieron) cuando éste se convierte en el instrumento del individuo para liberarse a sí mismo de sus gobernantes en la esfera privada, y deviene en un instrumento para romper el soporte de la autocracia privada.   

Al forjar su realineamiento, Roosevelt fue certero al  identificar al enemigo no como un partido político sino como una aristocracia económica. A lo largo de la campaña de 1936, apenas hizo referencia a su contendor Alf Landon. En cambio, denunció a la Liga de la Libertad y al sector empresarial que éste representaba. En Estados Unidos los realineamientos son así: Jackson arremetió contra la Banca; los Republicanos compitieron contra la esclavocracia; Reagan hizo campaña en contra de la élite liberal. Parte de esto es estratégico: es más fácil apartar a los votantes de la oposición si puedes mostrar que no es a su partido a lo que te opones, sino a los intereses que representa, los cuales no se corresponden con el de su electorado. Por esto también es sustantivo, reflejando la convicción de que la tarea a mano no es simplemente derrotar a un partido o ganar una elección, sino liberar a hombres y mujeres de una forma social nociva. Si esperamos forjar una realineamiento comparable, debemos dejar de hablar sobre el Tea Party o incluso del Partido Republicano y empezar a hablar sobre la clase empresarial que lo respalda.

Algunos de nosotros podríamos sentir la tentación de enmarcar la lucha en contra la clase empresarial en términos distintos a los de la libertad: quizás como una campaña por la seguridad o por la igualdad. En defensa de lo primero, la gente podría señalar la Seguridad Social, abarcada por la tercera y la cuarta de las libertades de las famosas “Cuatro Libertades” de Roosevelt (la libertad de la miseria y del miedo), y la idea general de una red de seguridad. Examinando de cerca tales argumentos, inevitablemente nos llevan al 11 de septiembre y al deseo de disputar el significado de la seguridad a la derecha. En defensa de lo segundo, la gente podría señalar a la nueva casta de súper ricos, galopando a lo lejos con sus miles de millones, mientras todos, desde el indigente hasta el millonario, (repentinamente arrojados juntos en ese gran crisol de la clase media), quedan rezagados. En torno a estos argumentos se esconde la viejísima sospecha de la izquierda de que la libertad es irremediablemente burguesa o intrínsecamente antagónica a la igualdad. Uno debe optar por la igualdad por sobre la libertad: ¡felizmente! Dice el radical; con pesar, suspira el liberal.  

El problema con defender al gobierno como guardián de la seguridad y la igualdad, es que se avala una concepción pasiva tanto de la política como de la gente, y en la que el ciudadano se presenta como un recipiente de la beneficencia estatal en lugar de un agente autónomo por derecho propio. El gobierno reparte protección o generosidad, y el ciudadano lo acepta. En ningún caso necesita hacer algo. A su vez, la seguridad y la igualdad son ideales estáticos. ¿Cómo puedes saber si hombres y mujeres están seguros o son iguales? ¿es acaso si cada uno se encuentra fijo y sujeto a una posición determinada? Cuando hombres y mujeres son encasillados así, el movimiento, la forma más básica de la libertad, puede parecer amenazante.

Seguridad e Igualdad son valores críticos, pero son medios para un fin. La razón por la que valoramos la seguridad es porque nos habilita para actuar libremente, sin miedo. La razón por la que valoramos la igualdad es porque la desigualdad es la vía para la dominación: alguien con muchos más recursos que yo (un empleador, por ejemplo) puede coaccionarme y/o controlarme, limitando mi libertad. Al enfatizar la seguridad y la igualdad, nos enfocamos en los medios y perdemos de vista el fin.

La política de la libertad no desecha el valor o la importancia de los recursos estatales. Pero en lugar de concebirlos como protecciones contra los peligros del mercado o los índices de compasión pública, los ve como fuentes de poder, como herramientas e instrumentos del avance personal y colectivo. Armado con Asistencia Sanitaria Universal, beneficios de desempleo, pensiones públicas y semejantes, soy menos vulnerable a las coacciones y castigos de un empleador o asociado. No solo tengo la opción de abandonar una situación opresiva; la puedo confrontar y cambiar, para y por mí mismo, para y con los demás. Me siento alentado no a evitar riesgos, sino a correr riesgos: responder de vuelta y retirarme, participar en lo que John Stuart Mill llamó, en una de sus frases más hermosas, “experimentos en el vivir”

La política de la libertad es una política de la emancipación individual y colectiva. Frederick Douglass descubrió su libertad, negativa y positiva, cuando alzó su mano en contra de su capataz. Después de eso, se dio cuenta de que, aunque podría permanecer como un “esclavo formal”, nunca volvería a ser un “esclavo de hecho”. Asimismo, la política de la libertad entiende a ésta, por sobre todo, tanto como una proclama en contra las formas opresivas de poder, como un movimiento para superarlas, particularmente en las esferas privadas del ámbito laboral y la familia.

Ese es el motivo por el cual la política de la libertad se niega a ver al Estado como lo hace el conservador: Como una constricción. O como lo hace el liberal bienestarista: Como una máquina distributiva. En cambio, ve al estado como lo ven el abolicionista, el sindicalista, el activista de los derechos civiles y la feminista: como un instrumento para irrumpir en la vida privada del poder. En otras palabras, el Estado es la mano derecha de la mano izquierda que vendría a ser el movimiento social. 

La pregunta hoy para la izquierda es doble. Primero ¿Cómo formular este argumento en una época en que el capitalismo se ve incuestionado? En momentos anteriores a la ascendencia liberal, la revolución era una amenaza potente y la socialdemocracia una alternativa viable, si no en Estados Unidos, al menos en otros lugares. A pesar de todos sus efectos represivos, la guerra fría ayudó a impulsar la reforma en la política doméstica. Hoy los Estados Unidos son el hegemón mundial; China, su único potencial competidor, no ofrece ninguna amenaza ideológica a su sistema económico. Queda por ver si es posible desafiar el régimen económico vigente sin esa amenaza externa. 

En segundo lugar, y quizás más importante ¿hay alguna chance de elaborar este argumento hoy? Durante la Gran Recesión mucho se ha escrito sobre revivir las políticas del New Deal. Aunque bien intencionado, este enfoque centrado únicamente en políticas públicas da cuenta que treinta años de control conservador nos ha dejado muy mal equipados para contrarrestar el poder del empresariado apelando y disputando los principios políticos básicos. Ya es hora de que empecemos a hablar y discutir sobre aquellos principios fundamentales, especialmente el de la Libertad. 

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