Elecciones en EEUU: Crónica de una Victoria Agridulce

La victoria de Biden en las recientes elecciones ha sido recibida con alivio aquí en EEUU. Pero si uno quiere entender sus implicancias para el país y su futuro, la victoria misma no es lo más relevante. Lo más extraño es que Trump haya estado tan cerca de ganar, desafiando las predicciones de todas las encuestas, las cuales daban a Biden como ganador por paliza. Por una parte, los Demócratas tienen una mayoría estructural en el voto popular (aun cuando el sistema electoral no es proporcional). De hecho, Trump había ganado la elección del 2016 pero obteniendo menos votación que la candidata Demócrata, Hillary Clinton. Por otra parte, su último año de gestión había sido a todas luces catastrófico para el país, con EEUU permanentemente liderando la lista de países más afectados por la pandemia del COVID 19 y con niveles de violencia en las calles nunca antes vistos. Estas circunstancias hacen a los resultados de la elección, si bien un alivio, también un desastre para el partido Demócrata. ¿Cómo se explica que un presidente obviamente incapacitado para ejercer el cargo, con una pésima reputación en todos los sectores de la sociedad, con la sangre de más de un cuarto de millón de compatriotas en sus manos debido a la pandemia, y con la economía devastada, haya estado apunto de ganar la reelección? ¿Qué nos dice esto sobre el futuro de EEUU?

Parte de la explicación se encuentra en la polarización extrema de la sociedad estadounidense. Ésta ha llegado a niveles tales que simplemente no existe un debate público coherente. Más bien, hay dos debates públicos separados asociados con cada lado de la fractura social y cuyos focos son la demonización del otro lado. Esto se materializa no sólo a través de la política, sino que especialmente a través de los medios de comunicación. La mitad del país ve sólo los canales que están de su lado y sospechan de absolutamente todo lo que dicen los medios del otro. Las familias o bien están en el mismo bando, o bien evitan hablar de política cuando se juntan. Mucha gente (especialmente quienes apoyan a Trump) prefieren esconder sus posiciones políticas por miedo al castigo social, haciéndose invisibles a las encuestas de opinión. Pero para entender cómo EEUU llegó hasta aquí debemos retrotraernos décadas.

El fin de la Guerra Fría trajo consigo un consenso mundial sobre la economía de libre mercado y desacreditó la oposición ideológica a éste, desdibujando así a la izquierda prácticamente en el mundo entero. En EEUU, esto significó que el partido Demócrata, históricamente asociado con las clases trabajadoras, tuvo un giro ideológico desde sus raíces sindicalistas hacía posiciones exclusivamente “valóricas”. Por esto se entienden posiciones progresistas en temas como el aborto, raza, libertades religiosas, etc. Como resultado de este giro, el partido se unió también al consenso Republicano y Libertario sobre tratados de libre comercio. Así, como Chile, EEUU firmó en los 90s y 2000s varios tratados de libre comercio que trajeron competencia desde mercados segundo y tercermundistas con mano de obra muchísimo más barata. Esto significó que muchas de las industrias históricas de la economía del país (e.g. la industria automotriz) terminaron o bien colapsando o llevando sus fábricas a esos países, dejando a decenas de millones de trabajadores desempleados. Peor aún, los programas de reinserción laboral no tuvieron la efectividad esperada, con estimaciones de más del 85% de esos trabajadores sufriendo problemas de desempleo crónicos. Esto se traduce en decenas de millones de adultos que perdieron los trabajos para los cuales habían sido entrenados por décadas y nunca se recuperaron. Sólo hay que pensar en sus familias para entender la dimensión de la catástrofe humana que esto significa. Por otro lado, los mismos tratados de libre comercio trajeron bajas de precios de muchos bienes de lujo, lo que terminó favoreciendo a aquellos que aún tenían trabajo, i.e. las clases más altas y asociadas con servicios. Esto desembocó en animosidad de las clases trabajadoras hacía las clases más altas y de servicios, y en último término, ha sido interpretado como un abandono del partido Demócrata de su misión histórica. El resultado ha sido una profunda desafección de las clases trabajadoras con el partido. Y el partido Republicano, sobre todo en su ala más populista liderada por Trump, ha podido captar este descontento con una retórica proteccionista y anti-China, país que es visto como el símbolo de la debacle de la clase trabajadora. 

La última oportunidad de reparar esta fractura fue el gobierno de Obama. La elección de Obama el año 2008 fue recibida como una luz de esperanza y unión. Siendo el primer presidente negro en la historia de EEUU además de una figura joven y emergente, Obama era percibido como un outsider y, por lo tanto, como alguien que traía ideas nuevas. Sin embargo, a medida que pasaron los años fue quedando claro que Obama respondía a las lógicas del partido Demócrata como cualquiera de sus miembros más experimentados, y la esperanza se fue transformando en desilusión y frustración. En mi experiencia, los grandes hitos de este proceso fueron el perdonazo total a los bancos que causaron el colapso financiero y crisis económica mundial del 2009, la tolerancia hacía los bombardeos militares de Israel a la Franja de Gaza, la invasión de Libia, y la respuesta timorata y conciliatoria del mismo Obama al asesinato del niño negro de 17 años Trayvon Martin por un hombre blanco. Al final del gobierno de Obama toda luz de esperanza en el partido Demócrata se había extinguido, allanando así el camino a figuras populistas y ajenas a la elite política como Trump.

El giro antisindicalista del partido Demócrata también significó que sus líderes se sintieran más cómodos codeándose con la elite económica, comodidad que hasta ese momento era exclusiva del partido Republicano. Ambos partidos obnubilados con el lujo y el dinero, la política del país se monetizó. Hoy en día, por ejemplo, el poder político dentro del congreso (posiciones como el jefe de bancada y presidente de un comité) se decide estrictamente de acuerdo con la cantidad de dinero en donaciones que el aspirante pueda conseguir. Es fácil imaginar que este reino del dinero en la política es un caldo de cultivo para la corrupción. Así, los dos oponentes a Trump que el partido Demócrata ha presentado han estado manchados por escándalos de corrupción. Hillary Clinton aceptó pagos de cientos de miles de dólares para dar “discursos privados” a varios grupos de inversionistas millonarios de Wall Street, mientras el hijo descarriado de Joe Biden fue mágicamente contratado por una empresa petrolera Ucraniana con un sueldo de 50 millones de dólares anuales para que los beneficiara con el conocimiento del negocio que nunca tuvo. Incluso Obama se dedicó a dar “discursos privados” a gente de Wall Street después de terminada su presidencia, por los que cobraba cerca de medio millón de dólares. Esto ha resultado en una profunda desconfianza de parte del electorado, muchos de quienes prefieren a alguien que es abiertamente inmoral, como Trump, a uno que reclama superioridad moral pero constantemente trata de meterles el dedo en la boca.

Como resultado de todo esto, el país y el mundo tuvo que pagar un precio de 4 años de Trump por la vanidad del establishment del partido Demócrata. Hillary Clinton fue derrotada dramáticamente el 2016 por el peor rival que cualquier candidato a la presidencia de EEUU haya jamás tenido. Pero esto no fue suficiente para que hubieran mea culpa; ni siquiera una reflexión sobre qué pudo haber salido mal. Por el contrario, en los años que siguieron el establishment Demócrata se atrincheró en su dudoso sentido de superioridad para exacerbar la polarización del país, la misma que había traído a Donald Trump al poder.

Si la política de EEUU ya estaba polarizada desde la derecha por el giro del partido Demócrata, la elección de Trump la polarizó también desde la izquierda. Desde el principio de su mandato, las fuerzas progresistas cayeron en una suerte de histeria colectiva, facilitada por teorías conspirativas sobre Trump (e.g. Russiagate, el Dossier Trump) ventiladas sin la menor ética periodística por los medios liberales. Por el otro lado, desde que fue adquirida por Rupert Murdoch (magnate australiano propagador de ideas derechistas), Fox News hacía años había abandonado cualquier pretensión de objectividad. Con la llegada de Trump, CNN y MSNBC hicieron lo propio desde la centroizquierda. Esto terminó provocando un círculo vicioso de polarización: mientras más partidista es la percepción de los medios, más se dividen las audiencias entre los dos bandos, y a su vez más partidista deben ser los medios para satisfacerlas. Peor aún, desde que Trump ganó la elección del 2016, los medios liberales se han dado cuenta de que los ratings suben cuando exageran sus acciones y las pintan de antidemocráticas. Así, durante los primeros 3 años de su mandato, los medios liberales cubrieron cada acción y palabra de Trump con un tono entre alarma y escándalo las 24 horas del día, con el resultado de que las cosas realmente preocupantes que hizo se perdieron en la vorágine y no recibieron suficiente atención pública. En resumen, Trump se convirtió sin quererlo en el eje del modelo de negocios de los medios liberales, incluso llegando a salvar a grandes medios escritos como el New York Times, que antes estaban en peligro de bancarrota. Pero, paradójicamente, el costo de la prosperidad de quienes se declaran defensores de la democracia ha sido pagado por la democracia misma, ya que la polarización extrema de la sociedad estadounidense ha de facto aniquilado la fe pública. Y sin fe pública, no sólo no hay democracia, sino que ni siquiera hay sociedad, entendida como un sistema cooperativo de individuos.

Para hacer todo mucho peor, las esperanzas Demócratas de que Trump destruiría la economía y con ella sus propias chances de reelección, allanando el camino a los mismos que eran responsables por su ascensión, resultaron infundadas. No porque Trump hiciera algo por promoverla, sino porque, como muchos ya sospechaban, pero ha quedado demostrado durante su presidencia, resulta ser que el presidente de EEUU tiene poca influencia sobre el curso económico de un país amarrado a las cadenas del poder económico. Pero naturalmente Trump no tuvo escrúpulos en atribuirse el éxito económico de sus primeros años, y hasta hace tan poco como principios de este año, todos temíamos que Trump ganaría la reelección. Este temor se acrecentó cuando Biden empezó a ganar las primarias después de un par de participaciones paupérrimas en los primeros debates.

El mejor candidato Demócrata para derrotar a Trump en ese momento era, sin duda, el senador Bernie Sanders, por el simple hecho de que sus propuestas reconocían las fuerzas que subyacían el fenómeno Trump. “Bernie”, quien se autodefine socialista, proponía cosas “tan radicales” como un sistema de salud pública, ayuda para trabajadores postergados por los tratados de libre comercio, y en general una revitalización de los sindicatos y gremios de trabajadores. Las primarias partidistas en EEUU se disputan en un circuito de estados que dura meses. Y como en las primarias del 2016, Sanders rápidamente tomó la delantera con el masivo apoyo de los votantes jóvenes, y a fines de enero parecía destinado a ganar la candidatura Demócrata y derrotar a Trump unos meses después, en Noviembre. Pero por razones obvias, sus ideas “izquierdistas” no caen bien en el establishment del partido Demócrata y cuando los demás candidatos (incluyendo a la vicepresidenta elegida por Biden, Kamala Harris) se vieron casi derrotados, Obama intervino en el último minuto para que desertaran en favor de Biden, tal como había intervenido el 2016 en favor de Hillary Clinton. Así, todo el establishment y los medios de comunicación Demócrata se unieron alrededor de Biden para frenar a Sanders. El resultado fue que Biden rápidamente se encaminó a convertirse en el candidato Demócrata.

La desazón entre los millones de jóvenes que apoyaban a Sanders y entendían el enorme riesgo de repetir el desastre del 2016 era palpable. Muchos amenazaban con no votar por Biden, pero esto no preocupaba demasiado al establishment Demócrata, pues sabían que cuando llegara el día no tendrían otra opción más que votar por él. Pero en ese momento, cuando todo parecía perdido, cuando el establishment del partido Demócrata había conseguido encaminar al país hacía una destrucción institucional total regalándole 4 años más de gobierno a Trump, intervino el destino y pasó lo impensable. A mediados de marzo se viraliza el virus COVID 19 que había aparecido en la ciudad de Wuhan en China y se desata una crisis mundial no vista desde hace al menos 100 años.

En EEUU, la crisis sanitaria dejó de manifiesto la absoluta estulticia e incompetencia de Trump, de una manera irrefutable.  Dedicado a jugar golf casi todos los días mientras miles de estadounidenses morían diariamente, desafiando a las autoridades sanitarias y amenazándolas con despidos tras bambalinas, Trump ha estorbado a los funcionarios de su propio gobierno para que puedan coordinar las pocas medidas que pueden tomar sin el consentimiento de su jefe. Peor aún, su ignorancia sobre biología y medicina ha sido vergonzosa incluso para una persona común, sugiriendo hace unos meses que tomar detergente podría ser útil para combatir el virus. Su actitud general, como la de muchos líderes populistas de derecha, ha sido negacionista y minimizadora, más preocupado por la economía que por las vidas humanas. El resultado ha sido que EEUU he estado constantemente entre los países más afectados por la pandemia, incluso durante el verano cuando toda Europa gozaba de mejoras estacionales. Como en prácticamente todas partes, la economía de EEUU colapsó y naturalmente Trump dejó de atribuirse una influencia mágica sobre su curso. La combinación de estos factores lo puso de rodillas en las encuestas, y la posibilidad real de que pudiera perder la reelección nos dio a todos un suspiro de alivio.

Paralelamente, se desataba el estallido social más grande en la historia de EEUU, desencadenado por el asesinato de George Floyd a fines de mayo. La violencia policial hacia las minorías es un problema de larga data en este país. Pero la respuesta que vimos este verano es completamente nueva y probablemente se explique en parte por la polarización extrema de la sociedad, con las ramas policiales dominadas por ideologías derechistas, y en parte por el descontento subyacente generado por un desempleo de cerca del 30% que resultó de las varias formas de confinamiento decretadas por autoridades locales para combatir la pandemia (en contra de Trump). El resultado fue un clima de inestabilidad social nunca antes visto a esta escala, el cual duró meses y puso a Trump en jaque. Su respuesta fue autoritaria y llevó a exacerbar el problema, lo que fue percibido por la gran mayoría como una prueba de un carácter débil y divisivo. Como si hiciera falta.

Y con esto alcanzó. Apenas, pero alcanzó. Después de muchos vaivenes, EEUU finalmente ha evitado lo que hubiera sido jugar a la ruleta rusa, con él mismo y el mundo, por 4 años más. Otro gobierno de Trump bien podría haber terminado en una guerra nuclear que involucrara a Corea del Norte o Irán, así como con una aún mayor proliferación de gobiernos autoritarios de derecha. Esta vez nos salvamos. Pero sería ingenuo pensar que esto ha sido una victoria para EEUU o para la democracia en el mundo. Las fuerzas que alimentaron el fenómeno Trump siguen más vigentes que nunca. EEUU sigue siendo un país profundamente dividido, con una desigualdad abismal, con medios de comunicación sin independencia y con una clase política indiferente ante las necesidades y aspiraciones de su gente. Peor aún, los mismos que trajeron a Trump al poder en el 2016 estarán en el poder los próximos 4 años; nada hace pensar que se hayan reformado o que no volverán a cometer los mismos errores de antaño. Así, es altamente probable que el país colapse en algún tipo de revuelta o que en el 2024 nos encontremos con la ascendencia de otro Donald Trump. Y si éste además de ser inescrupuloso resulta ser medianamente inteligente, los resultados pueden ser mucho peores. Sí, es cierto que todos estamos aliviados, pero pocos aquí estamos celebrando.

Matias Bulnes es profesor de Filosofía en la City University of New York (CUNY). Chileno residente en NY desde 2005.

2 Comments

  1. Matías, muy buen artículo con los antecedentes históricos, económicos y sociales, sin los crueles no se entiende la política.
    Felicitaciones

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