Ni por 30 pesos ni por 10 por ciento: el germen de un nuevo sistema de protección social en Chile

I. Un pasado bien presente

La reforma agraria fue uno de los eventos más revolucionarios de la historia del siglo XX chileno, y lo fue porque el agro era uno de los pilares más sólidos del Chile portaliano, logrando incluso mantenerse incólume a los intentos de la izquierda de ponerla en jaque a lo largo del siglo. La hacienda marcaba una estructura productiva fundamental y, a su vez, una fuente de legitimidad a las élites latifundistas, comerciales y proto-industriales (muchas fundidas en las mismas familias). La derecha conservadora veía precisamente en la forma de la hacienda su ideal social de una comunidad orgánica, jerárquica y unificada en torno a un paternalismo del páter familia.

La hacienda, sin embargo, bajo los ojos de la izquierda ilustrada del periodo, era una institución, a todas luces, ineficiente y antimoderna. Ineficiente porque retrasaba la transformación productiva, al ser una fuente de mera acumulación de rentas que presionaba al boom inflacionario por su débil capacidad de adecuar la producción a la pujante demanda de una urbanización creciente; y antimoderna porque establecía relaciones de dependencia arbitraria de los latifundistas sobre los campesinos que iban en contra los principios básicos de la vida republicana: la autonomía política y material de la población productiva.

La reforma agraria fue, en ese sentido, una gran victoria moderna.  Se realizó bajo la idea tanto de transformar económicamente al país –al situar el bien colectivo de la tierra en función del despliegue de potencialidades productivas nacionales– como de brindar la base material de la autonomía política del campesinado. Y es que erigir una república (bien lo sabía la gran familia de la izquierda revolucionaria del periodo) no implicaba únicamente cuestiones procedimentales expresadas en elecciones y división de poderes: era también un asunto de desmantelar oligarquías privadas que sometían a relaciones de dependencia pre-civil a poblaciones enteras y que, a su vez, controlaban pilares productivos claves. Pero, ¿qué relación tiene esto con la coyuntura actual?

II. Nuestro presente: crisis, rentas y austeridad

Uno de los principales fenómenos sociales que visibilizó el estallido de octubre pasado, y evidenció la actual pandemia, es la carencia de un sistema de protección social en Chile. En este contexto, las propuestas del gobierno para enfrentar la crisis han traspasado la responsabilidad a las y los trabajadores para que sean quienes deban asumir los costos que derivan de ella. Por ejemplo, la Ley de Protección al Empleo exime al empresariado de pagar salarios mientras la fuerza laboral esté impedida de acudir a sus puestos de trabajo, lo cual implica que ellas y ellos deban recurrir al Fondo de Seguro de Cesantía para subsistir; y la oferta de créditos bancarios flexibles dirigidos a la clase media, anunciadas hace apenas unas semanas, nos obliga a sacrificar económicamente el presente y agudizar el endeudamiento en el mediano plazo, a pesar de que ya en 2018 el Banco Central anunciaba que los hogares estaban endeudados en un 73,3% respecto de sus ingresos, alcanzando un máximo histórico de la deuda. 

Aquellas medidas de austeridad, como salida a la crisis, no nos deben sorprender. El núcleo duro del gobierno, dirigido por Cristián Larroulet, reflejan en forma prístina la fórmula liberal victoriana de afrontar las crisis: ayudas mínimas para las masas, sin trastocar el sistema de precios ni desestimular la inversión privada, bajo la expectativa de que en el mediano plazo sus mecanismos automáticos lograrán retomar la senda del crecimiento. Ya sabemos a dónde han conducido esas medidas.

Por este motivo, con el fin de poner a disposición de forma inmediata recursos económicos, la oposición presentó un proyecto de ley que modifica la Constitución Política de la República, para permitir excepcionalmente que las y los afiliados de las AFPs puedan retirar el 10% de sus ahorros y así contar con un ingreso en este tiempo de crisis, ante la falta de un sistema de protección social público efectivo y de un Estado activo en garantizar una base económica mínima a la población.  

Esta propuesta, por cierto, no ha estado exenta de polémica, ya que devela los intereses en pugna al llamar a tomar posición entre quienes se manifiestan a favor de la perpetuación de los abusos – anclados institucionalmente en el orden chileno– y quienes consideran que la ciudadanía debe estar provista de bases materiales para su reproducción, con el fin de garantizar la vida digna y, a su vez, permitir una recuperación rápida. En efecto, es solo una premisa liberal sostener que el mercado, sin un amplio tejido público de estímulo a las inversiones y la demanda, pueda retomar necesariamente un crecimiento a partir de una crisis. Quizás la lección más importante que puede la economía enseñar hoy es la de Keynes: el liberalismo victoriano en tiempos de crisis  es capaz de sacrificar a la población a la intemperie social, a la economía a un estancamiento profundo y a la estabilidad política en pos de no tocar a la clase propietaria. 

Por una miopía no mayor estalló la revolución francesa, habría que recordar.

 Una vez más el terreno de la disputa ofrece, por un lado, el fortalecimiento de la oligarquía y, por otra parte, la posibilidad de una salida a la crisis que pueda sentar las bases de un republicanismo democrático, en donde los asuntos de interés común sean decididos de manera colectiva, encarnando a su vez el principio de soberanía popular que implica decidir a dónde y cómo se invierten estos fondos, cuyo origen es el valor generado por las y los trabajadores.

En esta discusión, la retórica del gobierno ha sido contradictoria. En palabras de su vocera Karla Rubilar, el oficialismo no estaría dispuesto a que quienes asuman los costos de la crisis sean las y los trabajadores, sin embargo ¿por qué promovieron una ley que permite retirar los ahorros del Fondo de Seguro de Cesantía y, en cambio, ahora se oponen al retiro del 10% de las cotizaciones para sus futuras pensiones?

Recordemos que, para el proyecto oligárquico, la creación de las AFPs en 1980 formó parte del diseño del proceso de acumulación capitalista impuesto por la dictadura militar, en el cual la reforma al sistema de pensiones de la época implicó la creación de dichas entidades para pasar de un modelo colectivo a uno de capitalización individual basado en el ahorro forzoso. 

El nuevo modelo económico se sustentaba en tres pilares fundamentales, donde el extractivismo de materias primas, las rentas del sector comercial y el rentismo financiero (en el que se sitúan las AFPs), formarían la triada de la circulación de capital nacional. Allí las AFPs pasarían a asumir un papel clave: tal como la hacienda con el orden del siglo XX, el capital financiero, obtenido forzosamente de la clase productora, pasaría a ser el sistema nervioso del nuevo ordenamiento neoliberal. Un pilar que, a partir de la extracción de rentas en forma pre-capitalista, lograría sostener la producción de créditos de la banca y la producción extractiva y comercial de los conglomerados.

Por esta razón, de aprobarse el proyecto de ley que permite a las y los afiliados retirar el 10% de sus ahorros, se generaría un importante impacto político y económico en el ordenamiento económico y es por ello que la oligarquía cierra filas al hacer un llamado a la clase política a rectificar el rumbo y salvaguardar el modelo.

Por su parte, el proyecto de reforma constitucional que se discute hoy, al debilitar el sistema de AFPs en caso de ser aprobado, si bien no representa una medida encaminada a crear un sistema de protección social, representa un golpe al pilar clave del neoliberalismo, en tanto pone en entredicho ese proceso de transformación de la producción en capital financiero a través de las AFP. Estas instituciones constituyen, en palabras del viejo Thorstein Veblen, instituciones imbéciles, debido a que no reportan ningún beneficio social, pues no garantizan pensiones dignas. Estas son, más bien, fuentes de crédito a bajo costo para el sector privado, en donde el rol del Estado se reduce a solo focalizar el gasto público para negar a su vez el acceso a derechos sociales universales.  

Así las cosas, mientras la clase política y el mundo empresarial realizan malabares para inyectar tibios recursos a la ciudadanía sin perjudicar el diseño del modelo económico, para a su vez contener la detonación de un nuevo estallido social –suspendido por la pandemia–, emerge como alternativa la redefinición de un sistema de seguridad que permita al pueblo garantizar las condiciones para su reproducción por encima de los bajos salarios. 

Para que Chile sea una verdadera República, no basta con edificar un cuerpo institucional que garantice la igualdad ante la ley, sino que estas leyes además de ser justas deben expresar institucionalmente la voluntad del soberano, es decir, asegurar la libertad de la ciudadanía a través de garantizar bases materiales para su subsistencia. En esa dirección, entonces, la revuelta iniciada en octubre de 2019 ha puesto en evidencia la emergencia de un nuevo sujeto popular que reclama para sí esa soberanía, la cual no se expresa solamente en la disputa simbólica contra el alza de los “30 pesos” del pasaje de metro o en la recuperación del 10% de sus ahorros forzados, sino en las posibilidades de construcción de un nuevo modelo de sociedad que podrían derivar de aquel conflicto. En el cual, por una parte, la continuidad de las AFPs representan la profundización de un sistema de seguridad que se comprende desde una perspectiva negativa, al encarnar su fracaso por no garantizar pensiones dignas, en donde el Estado le transfiere al individuo esta búsqueda por medio de su iniciativa individual (ahorro privado en materia de pensiones, pago de plan de Isapre en materia de salud, entre otras). Y, por otra parte, está en juego construir un sistema que asuma el compromiso de garantizar los medios de subsistencia a través de derechos sociales universales e incondicionales al conjunto de la población, independiente de que individualmente sean exitosas y exitosos bajo el modelo capitalista o tengan una actividad que produzca mercancías o servicios transables en el mercado. En otras palabras, lo que está en disputa es la posibilidad de construcción de un modelo que valore y acuerde cuáles son los bienes comunes que permitan a cada individuo liderar el destino de su vida no en base a las rentas que genere, sino en torno a intereses personales y colectivos democráticamente acordados.La batalla por los recursos de las AFPs, al margen de sus expresiones concretas (la política regresiva del retiro del 10%) refleja una crítica a esta institución que simboliza una curiosa forma de hacienda financiera que es, a su vez, tanto ineficiente como antimoderna. Ineficiente porque su posición no colabora en conducir recursos hacia erigir una nueva matriz productiva (más bien reproduce el rentismo comercial-bancario-extractivo) y anti-moderna porque impone un régimen privado antidemocrático sobre el control de la mayor cantidad de recursos colectivamente generados en el país. Hay, así, una pregunta que hoy recién comienza a emerger: ¿qué características debe tener una nueva reforma ‘agraria’ en nuestro presente? Por ahora, la respuesta asumida por la oposición y parte del oficialismo es marcadamente insuficiente, pero el terreno político está constituido por esa tensión, en el que por las redes de la coyuntura se van infiltrando experiencias que erigen una respuesta que pueda ser la brújula que definirá nuestro futuro.

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