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República o barbarie

I. El palacio mirando una revuelta: De la tesis policial a resguardar el contrato social

‘Llegaron finalmente, Pietá… Ya golpearon nuestra puerta. No he dormido una pestañada, esperando que a la mañana todo esto no fuera más que un sueño horrible; pero los ruidos aumentaron durante la noche. Cruzaron el río, al fin… Ya no los podemos parar.’

Meyer a Pietá en Los Invasores, Egon Wolff, 1963

‘Estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena, no sé cómo se dice, y no tenemos las herramientas para combatirlas’

Cecilia Morel, 2019

¿Qué es lo que se cae y qué aparece con el estallido social? Aquellas incógnitas han estado en el núcleo de toda la vorágine de debates y opiniones que aparecen en la prensa y reportajes televisivos. Es cierto, esta lluvia de interpretaciones guarda mucho de inmediatez mediática y de ansias de profetas, pero no se clausura únicamente en aquello. Detrás de dicho ruido de opiniones está un debate político clave: determinar el terreno y los términos sobre los cuales se dará la interpretación de este estallido. En última instancia, determinar y caracterizar a las amigas y a las enemigas.

Pocas cosas son tan importantes como aquello. Toda guerra es una guerra de religiones, decía Gramsci y con ello se deriva algo importante: la política tiene muchas aristas, pero una fundamental es la batalla de las clases dominantes por lograr presentar exitosamente sus credos y su fe como la forma legítima de comprender tanto el orden social como sus tensiones. Perder aquello es dejar al poder desnudo solo con su propia facticidad: los toques de queda y el estado de sitio.

Ante ese escenario, la elite únicamente atinó inmediatamente a presentar su ya trillado discurso legitimador. Diferentes intelectuales aparecieron en todos los medios señalando lo inaudito que, en plena modernización capitalista, aparezca algo como lo que estamos presenciando. ¿Cómo una economía que ha abierto el consumo y el bienestar material a la población, que ha acelerado la individualización y la autonomía de los sujetos y que ha complementado dicho despegue material con la democracia política, puede experimentar tal nivel de barbarie? La pregunta solo les generó una respuesta: esto no es algo inherente a dicha ‘modernización’, sino un problema exógeno, acaso meramente generacional. Una juventud que no logra pasar sus pulsiones (sic) y anomia por el velo de la razón y que, por el contrario, busca imponer sus dolores subjetivos como criterios de verdad. Ante esa sinrazón, solo les quedó una consigna:

¡Modernización capitalista o barbarie!

Y detrás de esa consigna únicamente hay una tesis, la policial: el asunto es una república violentada por el desorden y la sinrazón. Aquella defensa justifica mucho, mal que mal, contra la barbarie toda forma de lucha es válida. Y se actuó en consecuencia con los militares en la calle reprimiendo, sin éxito, a ‘la invasión alienígena’. Sin embargo, las crecientes protestas aglutinaron a mucho más que estudiantes, las acciones políticas fueron más allá de las evasiones colectiva, y denunciaban mucho más que el alza en el sistema de transporte. Así, la primera hipótesis de la élite fue quedando cada vez más aislada.

Ante aquella situación, han aparecido otros intentos desesperados de interpretar esto en clave elitaria, solo que ahora de la mano del economicismo más burdo. Repentinamente, la pasión de los jóvenes se transforma en algo que hay que atender, porque contiene un malestar real y extendido, ahora supuestamente asentado en expectativas racionales incumplidas de las clases medias ascendentes. Si bien la promesa del modelo de ascenso social a partir de los méritos y la competencia se estaría cumpliendo, sería a un ritmo más lento del esperado. Y aquella disonancia entre las expectativas de ingresos de mediano plazo e ingresos de corto plazo genera una brecha temporal que se llena con el descontento. Lo peligroso de aquello, señalan repetidamente intelectuales del orden, es que el descontento desestabilizaría el orden institucional chileno que ha logrado reducir costos de transacción e incertidumbres de la inversión privada y haría que Chile cayera en eso llamado “trampa de los ingresos medios”. El descontento, mal gestionado, es la puerta abierta para el estancamiento de lo que, de otra forma, sería el oasis de dinamismo económico regional.

Lo curioso de esta idea es el supuesto en el que se basa: el pueblo que sale a protestar corresponde a una masa uniforme de individuos de clase media que actúan con calculadora en mano: midiendo la tasa de crecimiento de sus ingresos, sacando un resultado y evaluando racionalmente, si la utilidad de marchar se compensa con el costo de oportunidad perdido en términos de generación de ingresos. Aquella vulgaridad económica es comprensible: la élite utiliza al pueblo como un espejo, los busca comprender como extensiones menos exitosas de sí misma. Mal que mal, ese es el único registro que poseen para entender lo social.

Aquella lectura movió al Presidente en un segundo momento. La tesis policial ahora se complementaba con otra: gestión del descontento a partir de nuevos subsidios. El ingreso mínimo garantizado, el aumento de la pensión básica solidaria y del aporte previsional solidario, el nuevo tramo en el global complementario, congelar la tarifa eléctrica, etc. Este gigante ‘bono término de conflicto’ de 1.200 millones de dólares funciona bajo la premisa que la gente lo que desea en su interior, y por lo que protesta, es pasar de $X a $X+1.

Pero ni aquello, ni sus ideas, ni sus tesis ni sus políticas han cambiado nada. Del levantamiento se pasó a una huelga general, y de ésta a la concentración social más grande de la historia de Chile. El gobierno ahora debe, por obligación, respetar a la barbarie (incluso felicitarla amargamente por redes sociales) e invitarla a ‘dialogar’ sobre qué es lo que se busca en espacios formales e institucionalizados. Pero el gobierno no retrocede: dicen por prensa que ‘han cambiado’ y lanzan grandes consignas por un nuevo compromiso por la dignidad, pero por dentro cierran filas a cualquier reforma que mine alguno de los pilares de su orden. El horizonte parece reducirse a cuántos subsidios focalizados está el gobierno dispuesto a ceder sin poner en jaque el equilibrio fiscal.  Uno puede ver lo vacío de sus llamamientos, como decía Marat, “Ya vemos perfectamente, a través de vuestras falsas máximas de libertad y de vuestras grandes palabras de igualdad, que, a vuestros ojos, no somos sino la canalla”.

II. El pueblo mirando al palacio: La economía moral de la multitud

¿Hasta cuándo el furor de los déspotas será llamado justicia y la justicia del pueblo, barbarie o rebelión?

Maximilien Robespierre

A pesar de la mala lectura inicial, debemos rescatar lo mencionado por un intelectual orgánico del orden como el profesor Carlos Peña: de lo que estamos hablando hoy es sobre capitalismo, cómo éste cubrió normativamente su realidad material bajo el lema de la modernización  y cómo emergió en su propio seno, una base social que sencillamente paralizó al país.

Parte importante de la intelectualidad progresista ha señalado y documentado lo evidente: detrás del aparente éxito chileno se esconde una profunda desigualdad, precariedad laboral, informalidad en el empleo y bajas pensiones. Esta realidad material convoca a un malestar que, acumulado en el tiempo (y sin canales institucionales que los canalicen orgánicamente), termina en un estallido social. Detrás de la ‘modernización’ del consumo se esconde la barbarie de la deuda y la precariedad en el trabajo. Es precisamente esto lo que el economista Fernando Fajnzylber anotó cuando analizó el boom económico de Chile en los setenta: una ‘modernización de escaparate’. Los trabajadores tenían mayor oferta de bienes y servicios modernos en los escaparates de las tiendas comerciales, pero con ingresos típicos de un país periférico.

Eso es correcto, incluso necesario señalarlo majaderamente para romper de una buena vez el cerco ideológico del modelo, pero no señala lo medular: ¿qué representan los actores en disputa?

El estallido de hoy es parte de una ola de levantamientos que han venido sucediendo en Chile desde hace ya varios años. Las luchas mapuche contra el extractivismo forestal en el sur, las luchas de las comunidades contra las zonas de sacrificio de la industria minera y termoeléctrica, las luchas estudiantiles contra el abandono de la educación pública y el CAE, las luchas contra la propiedad privada del agua, las batallas contra el sistema de las AFP y las jornadas por la reducción de la jornada laboral tienen un hilo común: la desmercantilización de la vida social para tener una vida material digna. No es coincidencia que el lema más común del estallido hoy sea “Hasta que la dignidad se haga costumbre”.

La consigna por la dignidad es clave: es una crítica a una situación en que las personas carecen de los medios para impedir que otras decidan por ellas, viéndose como carentes de derechos y sometidos a relaciones paternales y arbitrarias. Vivir sin dignidad es vivir sometidas a otras. Por el contrario, una vida digna es vivir protegidas de ese sometimiento. Y el grito colectivo por la dignidad demanda un compromiso medular: hacer que la comunidad política asegure la base material para que nadie vuelva a vivir bajo la arbitrariedad y el abuso de otra.

En el fondo, la demanda encierra un llamado jacobino a ser libre.

Que esta situación de indignidad haya sido vinculada a la mercantilización de la tierra, las pensiones, el trabajo, etc. es sencillamente poner el principio de dignidad contra el principio de la libertad de mercado capitalista, en tanto ésta última depende su existencia de la mercantilización de todos los espacios de la vida. Es declarar explícitamente que a través de la libertad del mercado se erigen agentes que logran reducir la dignidad del pueblo. Esta demanda mina el principio normativo clave del capitalismo: el mercado es la fuente de la libertad en la modernidad.

Así, en estos términos, se hace visible la disputa clave: Libertad del pueblo versus libertad del capital.

Por esto ya no es suficiente decir que la batalla hoy tiene su origen en la desigualdad y la precariedad. Menos señalar que el problema es el ‘capitalismo de amigos’ y la ‘falta de competencia’ o la ‘democracia semisoberana’ o que la ‘modernización capitalista’ era una quimera. Aquí lo que hay es una batalla por los principios que gobernarán la vida social. Una batalla entre libertades: la libertad política que permite la toma de decisiones para asir la dignidad de la vida v/s la libertad capitalista, en la que la libertad finalmente se transforma opresión.

La disputa que se presenta en estos términos nos abre la puerta para una conclusión medular. El gobierno tiene la razón cuando sitúa la batalla entre república y barbarie. Pero se equivoca en la identidad de los actores que representan esos guiones. Quienes defienden el principio republicano de asegurar que el pueblo sea soberano y sea responsabilidad de todas asegurar la base política y material para ello son los y las participantes de la huelga general; y quienes defienden la barbarie (esto es, la arbitrariedad de una oligarquía comercial que  ‘cocina’ reformas tributarias, la impunidad al financiamiento ilegal en política, la tercera cámara a-democrática del tribunal constitucional, la Constitución de la dictadura, etc.), es el gobierno.

Así, mientras los llamados del gobierno a dialogar con estado de sitio no son escuchados por el pueblo, éste último se agrupa en asambleas locales, juntas de barrio y en espacios públicos para ejercer el principio republicano principal: discutir entre libres e iguales sobre los fines que nos proponemos como sociedad.

En un lado se encuentra la república viva, en el otro la barbarie del toque de queda.

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