El tiempo de la supervivencia

En una de las escenas más memorables del libro Volver a donde nunca estuve. Algo sobre mi padre (Bulk Editores, 2020), el escritor rosarino Alberto Giordano anota la imagen que más le gusta recordar de su padre: el momento del recibimiento en la estación de buses cuando él viajaba a visitarlo. Al leerla, uno imagina que después de varias horas de espera podía verlo por primera vez. Antes de que el bus se detuviera, mientras los pasajeros ansiosos se apuraban en ordenar sus cosas y tomaban posición para bajar, Giordano permanecía en su asiento, miraba la estación por la ventana y, entre medio de la multitud aglutinada en la plataforma, lograba distinguir a su padre. Tal vez fueran minutos en que lo tenía frente a él sin ser visto y así podía estudiarlo con tranquilidad. A unos metros de distancia, de pie, en actitud de alerta, pero también indefenso, como si fuera una persona común incapaz de suscitarle algún rencor ni tampoco despertarle admiración. Alguien neutro, sin atributos, cuya mirada desconcertada, al lograr conectarse finalmente con la suya mientras avanzaba sonriente a su encuentro para sellar el saludo en un abrazo, le confirmaba que pese a todo lo que en su lugar de hijo pudiera reprocharle, siempre era bienvenido cuando llegara donde estuviera su padre.  

De recuerdos como este. De cómo le gustaba hablar sobre él con sus primeras novias y después con los amigos. De cómo escuchaban juntos discos de tango y jazz. De los sueños en donde todavía se le aparece. De cercanías y desencuentros. Del abandono. De la actitud vital con que enfrentó algunos momentos de su vida y otros donde no estuvo a la altura de las circunstancias. De su vida y de su muerte. Del derrame cerebral que lo dejó afásico el 2001 y cómo la familia asumió sus cuidados durante siete años, hasta el 2008, cuando murió. Volver a donde nuca estuve es un libro que se construye a partir de otros libros; es el volumen más íntimo del diario que publicó Alberto Giordano en posteos de Facebook y que fueron recopilados en tres volúmenes por la editorial argentina Iván Rosado: El tiempo de la convalecencia (2017), El tiempo de la improvisación (2019) y Tiempo de más (2020). Este, el cuarto de la serie, editado recientemente en Chile Bulk Editores, son todas las entradas referidas a su padre, Aldo Giordano, y al crecimiento suyo bajo el peso de sus luces y sombras. 

“¿Cómo cumplir con el padre sin dejar de cumplir con uno mismo?”, se pregunta el hijo. ¿Qué lecciones de esta relación ambivalente tomará, para no repetir los errores que el padre tuvo consigo ahora que él tiene una hija? Son miles las páginas que la literatura le ha dedicado a la figura del padre. Sin embargo, al momento de retratar la permanente tensión que viven los hijos desde la infancia con ella, los escritores parecieran optar por construir una imagen idealizada o, de lo contrario, un monstruo. Giordano, en cambio, se hace cargo de los matices. Lejos de saldar deudas pendientes o glorificar su memoria, expone la relación con su padre tomando en cuenta los momentos buenos y malos, el recuerdo alegre de su presencia y también la incomprensión de su ausencia y sus silencios. Es por ello que este libro destaca en al menos dos aspectos.    

En primer lugar, porque el autor no teme utilizar un registro tan denostado en estos tiempos, la llamada “escritura del yo”, para dar cuenta de su propia experiencia. Giordano asume el desafío de exponerse como protagonista de un relato compuesto por cada una de las anotaciones que le dan vida al diario, pero al hacerlo en ningún momento cae en la tentación de elaborar una épica de la derrota, propia de estos registros actuales donde el malestar y aburrimiento de un individuo (que por lo general pertenece a la clase media educada de cualquier país) es expresión del hastío de un mundo en el que no existen metarrelatos ni proyecciones de futuro sobre la cual luchar. Al contrario, Giordano sabe de lo que habla, porque lo ha vivido, y también sabe cómo narrarlo, porque en su labor de crítico y académico ha publicado diversos estudios sobre las escrituras autorreferenciales: Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas (2006), El giro autobiográfico de la literatura argentina actual (2008), Vida y obra. Otra vuelta al giro autobiográfico (2011) y La contraseña de los solitarios. Diarios de escritores (2012).

Pese a compartir el mismo núcleo familiar, en Volver a donde nunca estuve la tensión es representada por estas dos personas que parecieran estar distanciadas por mundos que son irreconciliables, donde el hijo decide ceder para ocupar un lugar en la vida del padre. “Si conversamos tanto, fue porque acepté gustoso, con genuina y laboriosa curiosidad, que lo hiciésemos en la lengua de sus intereses y sus preferencias”, señala Giordano. Pero también por el intento de acercarlo al suyo y permitirle que lo conozca a través de lo que hace, en actividades que debe realizar por trabajo, y así pueda comprender que lo que abunda en los ambientes intelectuales son personas comunes y corrientes. Motivado por esto, lo lleva a congresos literarios, le presenta a escritores amigos a quienes les ha hablado de él y su padre se desenvuelve con soltura, autorizado por el hijo a sentirse como en casa. En reuniones privadas monopoliza las conversaciones, como si fuera la atracción principal de esos pasillos donde transitan académicos y literatos. El padre parece estar feliz o al menos no hacerse problemas con nada, porque sabe que su hijo le ha pedido que lo acompañe para darlo a conocer con orgullo, después de años de compartir anécdotas con sus amigos donde él es el protagonista.   

Sin embargo, después de su muerte, el recuerdo del padre llama consigo a los balances. El abandono que vivió el hijo sin saber de él durante años o los momentos donde era esencial que este asumiera su rol y no pudo. Pero además surgen los nuevos temores: “Cuando murió papá, sentí que lo que había desaparecido era nada menos que la figura que mediaba entre la muerte y yo, que el próximo turno era el mío”. Y también las reflexiones sobre el duelo que deben realizar quienes le sobrevivieron y cómo este fue mutando con el paso del tiempo: “… el duelo es un proceso ambiguo, en el que uno se va desprendiendo de quien amó, a la vez que se resiste a abandonarlo, para poder amarlo de otro modo, en el tiempo de la supervivencia”.

El segundo aspecto destacable de Volver a donde nunca estuve, tiene que ver con los procedimientos de su escritura y el tono. A diferencia de otros diarios de escritores –descubiertos y publicados de manera póstuma–, el de Giordano fue un ejercicio público con el que obtuvo lectores inmediatos cada vez que publicada un nuevo posteo en Facebook. Esto puede despertar el interés tanto de quienes disfrutan con las escrituras íntimas como el de quienes se inclinan hacia la reflexión intelectual, porque su libro está plagado de referencias culturales (libros, películas y discos), pero tiene la virtud de no hacerlo nunca en tono pedagógico ni caer en arrebatos esnob, sino más bien de aludir a ellas por la carga emotiva que representan, principalmente relacionadas con el recuerdo de su padre.

El poeta argentino Fabián Casas, a propósito de la escritura en este tipo de formatos, cuando los blogs proliferaron en la primera década de los dos mil, comentó que si los grandes escritores que cultivaron el género del diario estuviesen vivos, en lugar de llevar sus apuntes en cuadernos privados, exhibirían el registro de sus anotaciones cotidianas en esas páginas de internet.

La afirmación de Casas, por cierto, aludía a Witold Gombrowicz, el escritor polaco que participó del primer viaje que realizó un barco transatlántico en 1939, cuyo destino era la ciudad de Buenos Aires. Durante las semanas que la tripulación pasó en la Argentina, la Segunda Guerra Mundial comenzaba en Europa; y cuando fue el momento de volver, consciente de que en su país no tendría futuro, Gombrowicz optó por quedarse e iniciar un autoexilio que se prolongó hasta el año 1963. Tiempo atrás, había publicado su obra más recordada, Ferdydurke (1937), que tradujo al castellano en un café porteño junto a un grupo de escritores jóvenes que lo admiraban. Pero, aunque gracias al entusiasmo de este grupo de escritores su obra alcanzaba mayor difusión en nuestra lengua, el “Conde” –como irónicamente le gustaba que lo llamaran– sentía que aún no lograba conseguir la reputación que a su juicio la calidad de su obra merecía. En 1953, invitado a escribir una columna desde Argentina para la revista de exiliados polacos Kultura, comenzó la escritura de un diario con el que buscó posicionarse dentro del campo literario mundial mediante entregas que bien pudieran ser hoy posteos o entradas de las llamadas redes sociales. 

El diario de Gombrowicz, que fue escrito con la finalidad de ser publicado, pero también el de Franz Kafka, donde vida y literatura se funden para ensayar su escritura, o el de Cesare Pavese, que cierra con una nota anunciando su suicidio, suelen ser referencias ineludibles del género autorreferencial. Sin embargo, en el de Giordano uno identifica que el suyo no pretende compartir un sitio con los mencionados, sino más bien es un ejercicio de formato y estilo cuyo centro es el recuerdo, con el que aprovecha de hacerse cargo de la hipótesis de Fabián Casas para responderle que sí, que aquí hay un ejemplo de ello y que a fin de cuentas, independiente de los formatos de su publicación, para ir lo esencial del asunto, si la literatura no es un modo de cargar de experiencia o evadir lo que uno vive, ¿para qué más podría servir?

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